Tenía seis años, cuando salí a jugar muy temprano por la mañana al párvulo patio que compartía mi abuela con otras dos familias en un vecindario. La imagen que conservo de mí es la de estar llenando unos botes con agua para mojarme los pies. En esa única ocasión tuve solo para mí: la pileta, el patio, el sol y las macetas. Me sentí poderosa por disponer de un espacio que, la mayor parte del tiempo estaba invadido por extraños. Esos instantes me ofrecieron un significado de libertad. Desde el patio, recuerdo, se escuchaba el volumen alto del televisor. De pronto, -sí, detesto decirlo- el ruido del televisor se confundía con los gritos de mi abuela, mi tía y mi madre. Sentí alegría de escuchar la voz de mamá. Corrí para llegar hasta donde se encontraban y vi a un señor en medio de la sala: alto y fornido; gritaba y se imponía más alto que todos. También vi a mi hermano, Arturo, cubriéndose la nariz con sus manos ensangrentadas, mientras, las tres mujeres utilizaban sus cuerpos como e