Filosofía para la vejez, por Julieta Lomelí
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Arthur Schopenhauer, en sus años de
juventud, fue un filósofo ambicioso, ávido de fama, pero rebasado por
una época indiferente que no supo reconocerlo como el gran autor que él
creía ser. Con su opus magnum, El mundo como voluntad y representación, tuvo que sufrir la decepción de ver parte del tiraje convertido en papel de reciclaje.
El rechazo de sus contemporáneos completó el rompecabezas melancólico del filósofo, encajando perfecto con el pesimismo, no sólo teórico sino también de orden existencial, que parecía aplicar a su propia vida.
Schopenhauer mantendría esta actitud
lacerante durante su adultez, hasta que en una vuelta de tuerca, cuando
las canas invadieron su cabeza, se reconcilió con la circunstancia, volviéndose más amable no sólo consigo mismo, sino también con sus lectores.
La madurez no sólo lo obligó a depurar su carácter, sino también su estilo de escritura. Fue
así cuando inició una prolífica labor creativa, fundada en centenares
de aforismos que deglutían cordialmente gran parte de su filosofía
“dura”. Entonces, el filósofo se volvió muy famoso, en el
momento en que la vejez rejuveneció su obra, volviéndola apta al
académico, pero también al público que lo leía lejos de la universidad.
Bajo esta idea, en 1851, a la edad de 63 años, aparece Parerga y Paralipómena. Escritos filosóficos menores, obra que él consideraba de laxa importancia por estar tejida en un estilo fragmentario, y ser un tipo de escolios al texto que él creyó siempre de mayor importancia, su Mundo como voluntad y representación.
De tales textos con “disminuido rigor”, se leen sus Aforismos sobre el arte de vivir, una serie de consejos para lograr una existencia bella.
Más allá de parar las tempestades que no dependen de nosotros,
Schopenhauer escribe sugerencias para ser felices, conducidas en gran
parte por una elaborada resignación, o consideración, del talento, las
fuerzas propias y nada más.
Desde entonces leemos a un Schopenhauer viejo,
con un ego que habiendo sufrido ya demasiados golpes, parece
reconciliarse con eso único que le queda, con su ancianidad corriendo
intempestiva hacia la muerte.
En sus textos póstumos, se encuentra un cuaderno de aforismos titulado Senilia (Herder, 2010), su último “manuscrito” de unas ciento cincuenta páginas escritas en los últimos ocho años de su paso por la tierra. Un tipo de diario conducido por la inteligencia aristocrática, que sólo un espíritu sexagenario como el suyo podría lograr.
En Senilia, Schopenhauer
anotaba día tras día sus reflexiones, citas, comentarios a las obras
precedentes, rememoraba su sistema filosófico desde las alturas y desde
lo convencional. Escribía también observaciones sobre los
fenómenos físicos, sobre el carácter de la naturaleza y la humanidad; en
general, sus fragmentos son una miscelanea en relación a este amplio
plexo que significa existir. Sin dejar de lado las reglas de
cordialidad, de buenos modales y sus famosos preceptos para pasar por el
mundo siendo menos desgraciados, e incluso, como él lo fue al final de
sus años, convertirnos en personas felices.
Los Senilia son una meditación
indirecta sobre lo que representa ser viejo, que para Schopenhauer no es
otra cosa que una hermosa apología de la cosecha. De recolectar los minutos fugaces pero gratificantes que nos trae la edad longeva.
Disfrutables sólo porque son en sí mismos una rememoración circular de
los propios logros, del goce que se aleja de la envidia y la ansiedad
por hacerse notar frente a los demás.
La vejez trae consigo la satisfacción o frustración de haber llegado a ser quienes nos propusimos ser, un espíritu pacífico que no compite más con el otro, porque dicha época también supone un cierto estado de acabamiento de esta bella obra que es la vida.
Pero lo más importante, la vejez es
sublime para Schopenhauer, porque dejamos de ser víctimas de esa fuerza
erótica que nos supera, de la biología que nos arroja a la obsesión
sexual. La última edad de la vida nos deja concentrarnos en lo que más nos apasiona,
sin tener al lado el perpetuo deseo sexual que durante la juventud
definitivamente nos ahoga entre sus garras, arrebatándonos a veces la
dignidad, los afanes intelectuales y creativos, los planes a largo plazo
y, casi lo que sea, a cambio de sexo.
Lo que Schopenhauer enseña en Senilia
es la afición por la curiosidad anticipada, por prevenirnos a tiempo y
lograr nuestros propósitos antes de que llegue el momento de
convertirnos en ancianos. El punto culmen en el que estaremos
obligados a enfrentar el irremediable resultado del algoritmo de la
vida, uno que sumando esfuerzos, quizá nos ponga a disfrutar alguna
cosecha sustancial; o por el contrario, ante la insuficiencia
del trabajo, contemplemos como resultado un rotundo fracaso,
materializado en un tipo de resignación sobre de lo que quizá ya no se
podrá hacer mucho.
Sin embargo, no hay que abusar del
futurismo. Porque a pesar de tener una ligera sensación de que algo
bueno podría suceder en nuestro octogésimo aniversario, siempre somos
demasiado jóvenes y a la vez demasiado viejos, para saber si nuestra
ancianidad traerá optimismo o un halo de frustración irrevocable. La muerte podría arrebatarnos cualquier incertidumbre precoz, o felicidad jovial, si es que alguna vez se tuvo.
El imperativo queda explícito en los Senilia,
hay que aprender a cambiar de senda con antelación, a modificar lo que
repudiamos de nuestras vidas y a quedarnos sólo con aquello que valga la
pena conservar. Porque la intermitencia nos acecha en todo
momento, y como diría Johannes von Tepl, “tan pronto como uno viene al
mundo ya es lo suficientemente viejo para morir”. Tener todo el tiempo presente dicha advertencia, seguro vale la pena para evitar arrepentimientos.